SELECCIÓN
DE
TEXTOS FILOSÓFICOS
HERACLITO (s. V a. J. C.)
DEL DEVENIR COMO ANTERIOR AL SER Y AL CONCEPTO
… Pues mientras que todas las cosas se corrompen (cambian o de vienen) de acuerdo con mi palabra, los hombres se comportan como si no tuviesen experiencia alguna de ello, empleando palabras y acciones propias para explicar las cosas, cada una por su propia naturaleza, y señalar el verdadero estado de la cuestión. Pero los hombres son así tan inconscientes de las cosas que obran cuando están despiertos como cuando duermen (…).
Aquellos que hablan con la mente no pueden más que hacerse fuertes con lo común a las cosas, al modo como una ciudad se hace fuerte con su ley, y muchos lo hacen aún más fuertemente que ella. Pero todas las leyes humanas se nutren con la divina y una (eterna y móvil), y ésta impera donde quiere y prevalece siempre y en todo momento.
(Fragmentos. Col. Diels, 1, 114.)
PARMENIDES (s. V a. J. C.)
DEL SER INMUTABLE Y UNO
Ven, pues; voy a hablarte (y te ruego te penetrers bien de mis palabras).
Cuáles son las únicas vías lícitas de indagación. La primera Sostiene lo que es y no puede ser, y éste Es el sendero de la convicción que sigue la verdad. Pero el otro Afirma: no es y este no-ser tiene que ser.
Este último camino, he de decírtelo, no puede seguirse.
Pues lo que no es no puedes conocerlo (ya que esto Se encuentra más allá de nuestro alcance), ni puedes expresarlo con palabras.
Pues pensar y ser son una y la misma cosa.
(Poema de Parménides. Fragmentos. Col. Diels, 2 y 3.)
PLATON (s. IV a. J. C.)
EL MITO DE LA CAVERNA (SOBRE LA CONDICION HUMANA)
–Ahora represéntate el estado de la naturaleza humana, con relación a la ciencia y a la ignorancia, según el cuadro que te voy a trazar. Imagina un antro subterráneo, que tenga en toda su longitud una abertura que dé libre paso a la luz, y en esta caverna a hombres encadenados desde la infancia, de suerte que no puedan mudar de lugar ni volver la cabeza a causa de las cadenas que les sujetan las piernas y el cuello, pudiendo solamente ver los objetos que tienen enfrente. Detrás de ellos, a cierta distancia y a conveniente altura, supón un fuego cuyo resplandor les alumbra y un camino escarpado entre este fuego y los cautivos. Imagina a lo largo de este camino un muro semejante a los tabiques que los charlatanes ponen entre ellos y los espectadores para ocultarles la combinación y los resortes secretos de las maravillas que les muestran.
–Ya me represento todo eso.
–Figúrate personas que pasan a lo largo del muro llevando objetos de toda clase, figuras de hombres, de animales, de madera o de piedra, de suerte que todo esto aparezca sobre el muro. Entre los portadores de todas estas cosas, unos se detienen a conversar y otros pasan sin decir nada.
–!Extraños prisioneros y cuadro singular!
–Se aparecen, sin embargo, a nosotros punto por punto. Por lo pronto, ¿crees que pueden ver otra cosa de sí mismos y de los que están a su lado que las sombras que van a producirse enfrente de ellos en el fondo de la caverna?
–¿Cómo habían de poder ver más, si desde su nacimiento están precisados a tener la cabeza inmóvil?
–Y respecto de los objetos que pasan detrás de ellos, ¿podrán ver otra cosa que las sombras de los mismos?
–Nada más podrán ver.
–Si pudieran conversar unos con otros, ¿no convendrían en dar a las sombras que ven los nombres de las cosas mismas?
–Sin duda.
–Y si en el fondo de su prisión hubiera un eco que repitiese las palabras de los transeuntes, ¿no se imaginaría oir hablar a las sombras mismas que pasan delante de sus ojos?
–Así sería.
–En fin, ¿no creerían que pudiera existir otra realidad que estas mismas sombras?
–Sin duda.
–Mira ahora lo que naturalmente debe suceder a estos hombres, si se les libera de las cadenas y se les cura de su error. Que se desligue a uno de estos cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar del lado de la luz; hará todas estas cosas con un trabajo increible; la luz le ofenderá a los ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería si se le dijese que hasta entonces sólo había visto fantasmas y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales o más aproximados a la verdad? Si en seguida se le muestran las cosas a medida que se vayan presentando y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en el mayor conflicto y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real que lo que ahora se le muestra?
–Sin duda.
–Y si se le obligase a mirar al fuego, ¿nosentiría dolor en los ojos? ¿No volvería la vista para mirar a las sombras, en las que se fija sin esfuerzo? ¿No creería hallar en éstas más distinción y claridad que en todo lo que ahora se le muestra?
–Seguramente.
–Si después se le saca de la caverna y se le lleva por el sendero áspero y escarpado hasta encontrar la claridad del sol, ¡qué suplicio seria para él verse arrastrado de esa manera! ¡Cómo se enfurecería! Y cuando llegara a la luz del sol, deslumbrados sus ojos de tanta claridad, ¿podría ver ninguno de estos numerosos objetos que llamamos seres reales?
–Al pronto no podría.
–Necesitaría indudablemente algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más fácilmente sería, primero, las sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos mismos. Luego dirigiría sus miradas al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol.
–Sin duda.
–Y al fin podría no sólo ver la imagen del Sol en las aguas y dondequiera que se refleja, sino fijarse en él y contemplarlo allí donde verdaderamente se encuentre.
–Así sería.
–Después de esto, comenzando a razonar, llegaría a concluir que el Sol es el que crea las estaciones y los años, el que gobierna todo el mundo visible y el que es en cierta manera la causa de todo lo que se veía en la caverna.
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–Y bien, mi querido Glaucón, ésta es precisamente la imagen de la condición humana. El antro subterráneo es este mundo visible; el fuego que le ilumina es la luz del Sol; este cautivo que sube a la región superior y que la contempla es el alma que se eleva hasta la esfera inteligible. He aquí, por lo menos, lo que yo pienso, ya que quieres saberlo. Sabe Dios si es conforme con la verdad. En cuanto a mí, lo que pienso es lo siguiente: En los últimos límites del mundo inteligible está la Idea de lBien, que se percibe con dificultad; pero una vez percibida no se puede menos de sacar la consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de bueno en el universo; que, en este mundo visible, ella es la que produce la luz y el astro de que ésta procede directamente; que en el mundo invisible engendra la verdad y la inteligencia, y, en fin, que ha de tener fijos los ojos en esta idea el que quiera conducirse sabiamente en la vida pública y en la privada.
–Soy de tu dictamen, en cuanto puedo comprender tu pensamiento.
–Admite, por lo tanto, y no te sorprenda, que los que han llegado a esta sublime contemplación desdeñen tomar parte en los negocios humanos y sus almas aspiren sin cesar a fijarse en este lugar elevado. Así debe suceder si es que ha de ser conforme con la pintura alegórica que yo te he trazado.
(República, L. VII.)
ARISTOTELES (s. IV a. J. C.)
ORIGEN DEL ESTADO Y DE LA SOCIEDAD
Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás y a la cual se llama precisamente Estado o asociación política.
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La asociación de muchos pueblos forman un Estado completo, que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así, el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es, a la vez, un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable y que el que vive fuera de la sociedad por propia voluntad y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana; y a él puden aplicarse aquellas palabras de Homero:
<<Sin familia, sin leyes, sin hogar …>>
El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien: ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
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Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así de todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un Dios.
La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo siente los arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de la vida para la asociación política y la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.
(La Política, I. Trad. P. Azcárate.)
SENECA (s.I)
DE LA PROVIDENCIA DIVINA
Entre Dios y los varones justos hay una cierta amistad muda, mediante la virtud; y cuando dije amistad, debiera decir una estrecha familiaridad, y aún una cierta semejanza (…). Porque Dios, como el buen padre, cría con aspereza a veces y severidad a los hijos que más ama. Por lo cual, cuando vieres que los varones justos y amados de Dios padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba, y que al contrario los malvados están felices y abundantes en placeres, persuádete de que, así como nos agrada la modestia de los hijos y los enfrenamos con melancólico recogimiento, así hace Dios no teniendo en deleites al varón bueno, a quien somete a ejercicio para que se haga duro, porque lo prepara para sí.
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Marchítase la virtud si no encuentra adversario, y conócese cuán grande es cuando el sufrimiento muestra su valor. Sábete, pues, que los hombres buenos han de obrar en consecuencia, sin temer lo áspero y difícil ni dar quejas a la adversa fortuna. Atribuyan a bien todo cuanto les sucediere, conviértanlo así en bien, pues no está la monta en lo que sufre, sino en el denuedo con que se sufre. ¿No consideras cuán diferentemente perdonan los padres y las madres? Ellos quieren que sus hijos se ejerciten en los estudios sin consentirles ociosidad, secándolos tal vez el sudor y tal vez las lágrimas; pero las madres procuran retenerlos en su seno y a su sombra sin que jamás lloren, sin que se entristezcan ni trabajen.
Dios tiene para con los buenos ánimo paternal, y cuanto más apretadamente los ama, los fatiga ya con obras, ya con dolores o con pérdidas, para que con ello cobren verdadero esfuerzo. Los que están cebados en la pereza desmayan no sólo en el trabajo, sino también con el peso, desfalleciendo con su misma carga. La felicidad que nunca fue ofendida no sabe sufrir golpe alguno; pero donde se ha tenido continua pelea con las incomodidades, críanse callos con las injurias sin rendirse a los infortunios, pues aunque el fuerte caiga, pelea de rodillas.
(A Lucilio, I, II. Trad. Fernández Navarrete.)
SAN AGUSTIN (s. IV)
DE LA LEY ETERNA
AGUSTÍN. –Quien vivir honestamente, pregunto yo, ¿ama la ley tan sólo porque le parece recta, o la encuentra llevadera y hermosa porque, mediante ella, viene a los hombres de buena voluntad la felicidad y a los malos la miseria?
EVODIO. –La ama con toda su alma y, precisamente, vive bien porque la observa.
AGUSTÍN. –Pues bien: al amarla, ¿ama algo mutable y temporal, o algo estable y sempiterno?
EVODIO. –Es evidente que en ella ama una cosa eterna e inmutable.
AGUSTÍN. –Y los que viven mal, ¿juzgas que, deseando ser felices, aman la ley eterna?
EVODIO. –Pienso que de ninguna manera la aman.
AGUSTÍN. –¿Y aman alguna otra cosa?
EVODIO. –Aman muchas cosas: desde luego aman aquello que les causa una vida poco recomendable.
AGUSTÍN. –¿Te refieres a las riquezas, honores, placeres, vanidad del cuerpo?
EVODIO. –Y no a otras.
AGUSTÍN. –Y esas cosas perniciosas para una vida breve, ¿son eternas?
EVODIO. –Decir eso sería un absurdo.
AGUSTÍN. –Hay, pues, dos clases de hombres: unos que aman lo transitorio y otros que aman lo eterno. Conviene también que haya dos leyes: una eterna y otra temporal. Pues bien: ¿qué clase de súbditos pondrías en cada una de esas leyes?
EVODIO. –Es muy fácil responder a tu pregunta: los que viven espiritualmente felices están bajo la ley eterna; los miserables, bajo la ley temporal.
AGUSTÍN. –Eso está bien, pero siempre que añadas que los que están bajo la ley temporal no se librarán de la ley eterna. De ahí todo lo que es justo, y lo que justamente va variando puede ser ordenado. Por lo demás, los que de buena voluntad viven según la ley eterna no necesitan una ley temporal.
(Del libre albedrío, I, XV. Trad. Agustín Martínez.)
SOBRE EL TIEMPO
¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé. No obstante, con seguridad digo que si nada pasara no habría tiempo pasado, y si nada acaeciera no habría tiempo futuro, y si nada hubiese no habría tiempo presente.
Estos dos tiempos, pues, el pasado y el futuro, ¿cómo son, puesto que el pretérito ya no es y el futuro no es todavía? Mas el presente, si siempre fuese presente y no pasara a pretérito, ya no fuera tiempo, sino eternidad. Si el presente, pues, para ser tiempo tiene que pasar a pretérito, ¿cómo podemos afirmar que es, si su causa de ser es que será pasado, de tal manera que no decimos con verdad que el tiempo es sino porque camina al no ser?
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Si el futuro y el pasado existen, quiero saber en dónde están (…). Dondequiera que estén y comoquiera que sean, allí no están sino como presentes. En la narración verídica de las cosas pasadas lo que se extrae de la memoria no son las cosas mismas que pasaron, sino las palabras que sus imágenes hicieron concebir, las cuales, pasando a través de nuestros sentidos, quedaron en nuestro espíritu marcadas como huellas. Así, mi infancia, que ya no es, reside en un pasado que tampoco es; mas cuando la evoco y la refiero, veo su imagen en el presente, porque esta imagen está todavía en mi memoria.
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Lo que ahora se me aparece claro y evidente es que ni el futuro ni el pasado son. Impropiamente, pues, decimos: los tiempos son tres: pretérito, presente y futuro. Con mayor propiedad se diría acaso: los tiempos son tres: presente del pasado, presente del presente, presente del futuro.
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Oí decir a un hombre docto que el tiempo era el movimiento del Sol, de la Luna y de las estrellas, y no asentí. ¿Por qué no es el tiempo también el movimiento de todos los cuerpos? Acaso, si las lumbres del cielo se detuviesen y continuara moviéndo la rueda del alfarero, ¿no habría tiempo con qué medir sus vueltas ni nada que nos permitiera decir que ellas se dan a intervalos iguales o que unas se hacen más tardíamente y otras más velozmente; que los unos son más largos y los otros son más corotos? ¿O quizá cuando dijéramos esto no hablaríamos nosotros en el tiempo o no habría en nuestras palabras unas sílabas largas o otras breves, cabalmente porque las unas resuenan un tiempo más largo y otras más corto?
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En ti, espíritu mío, mido el tiempo. No me contradigas: ello es; no me contradigas con el estruendo y el tropel de tus impresiones. En ti repito, mido el tiempo. La impresión que dejan en ti las cosas transitorias, aun cuando han pasado ya, permanecen; esta impresión es lo que yo mido cuando está presente, no las realidades que pasaron y la produjeron; esta impresión mido cuando mido el tiempo. Pues o ella es el tiempo o no mido el tiempo.
¿Y qué decir cuando medimos el silencio y decimos que aquel silencio tuvo tanta duración como aquella voz?
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Mientras tanto, mis años discurren entre gemidos. Vos, Señor, sois mi solaz y mi Padre eterno. Mas yo me dispersé en el tiempo, cuyo orden desconozco, y en tumultuosas vicisitudes son destrozados mis pensamientos, las íntimas entrañas de mi alma, hasta que fluya a Vos, purificado y fundido, en la cendra de vuestro amor.
(Confesiones. L. 11. Trad. L. Riber.)
SANTO TOMAS DE AQUINO (S. XIII)
DE DIOS COMO FIN ULTIMO DE CUANTO ES
Que existe un Ser primero de todos, que posee la plena perfección de todo el ser, al que llamamos Dios, es cosa demostrada, y también que de la abundancia de su perfección dispensa el ser a todo lo que existe, de tal suerte que sea preciso reconocerlo no sólo como el primero, sino como el primer principio de todos los seres. Ahora bien: este ser no lo confiere a los otros por necesidad de su naturaleza, sino por una decisión de su voluntad. En consecuencia, Dios es el dueño de sus obras, pues cada uno domina lo que está sometido a su voluntad. Pero esta dominación de Dios sobre las cosas que ha producido es absoluta, dado que El no tiene necesidad de socorro de un agente exterior para producirlas, ni de un fundamento material, puesto que El es el creador universal de cuanto es. Por otra parte, cuando se producen las cosas por la voluntad de un agente, cada una de ellas es ordenada por este agente en vista de un cierto fin. En cuanto a su fin último, cada cosa lo alcanza por su acción; pero es preciso que esta acción sea dirigia por Aquel que ha conferido a las cosas los principios por los cuales obran. Es, pues, necesario que Dios, que es en Si naturalmente perfecto, y cuya potencia dispensa al ser a todo lo que existe, rija todos los seres y no sea dirigido por ninguno, y no hay nada que esté sustraído a su gobierno, como no hay nada que no haya recibido de El su existencia. Los mismo, pues, que El es perfecto como ser y como causa, lo mismo es perfecto en su gobierno.
Si consideramos ahora el resultado de la dirección que Dios imprime a las cosas, se nos aparecerá diferente en los diversos seres, según las diferencia de su naturaleza.
Ciertos seres, en efecto, han sido creados por Dios de tal manera que, poseyendo un intelecto, llevan su semejanza y representan su imagen. Por esto, estos seres no son solamente dirigidos, sino capaces de dirigirse ellos mismos, por medio de sus acciones, hacia el fin que les conviene. De estos seres, los que se someten en su propia conducta al gobierno divino son admitidos por ese gobierno mismo a alcanzar su fin último, y son, por el contrario, excluidos si se han conducido de otra manera.
Pero existen otros seres desprovistos de intelecto, y que no se dirigen por sí mismo hacia su fin y son dirigidos por otro…
(Summa contra gentes. I. III.)
ACTOS HUMANOS Y ACTOS DEL HOMBRE
El hombre se diferencia de las criaturas sin razón en que es dueño de sus actos, y por eso las únicas acciones que se llaman humanas en su sentido propio son aquellas de las que el hombre es dueño. Pero el hombre es dueño de sus actos gracias a la razón y a la voluntad, y por eso el libre albedrío es llamado <<facultad de la voluntad y de la razón>>. Se llaman, pues, humanas, en sentido propio, las acciones que proceden de una voluntad deliberada; que si, por otra parte, ciertas acciones distintas de éstas convienen al hombre, pueden llamarse <<acciones del hombre>>, pero no <<humanas>> en sentido propio, pues no son acciones del hombre en tanto que hombre. Pero es evidente que todas las acciones que proceden de una cierta facultad son producidas por ella según lo que requiere la naturaleza de su objeto; el objeto de la voluntad es el fin y el bien; es necesario, en consecuencia, que todos los actos humanos sean en vista de un fin.
(Summa Theologica, I. II.)
DESCARTES (s. XVII)
DEMOSTRACIÓN <<A PRIORI>> DE LA EXISTENCIA DE DIOS
Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras (…), repasé algunas de sus más simples demostraciones, y habiendo advertido que esa gran certeza que todo el mundo les atribuye se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto; pues, por ejemplo, yo veía bien que, si suponemos un triángulo, es necesario que los tres ángulos sean iguales a dos rectos; pero nada veía que me asegurase que en el mundo haya triángulo alguno; en cambio, si volvía a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia está comprendida en ella del mismo modo que en la idea de un triángulo está comprendido el qe sus tres ángulos sean iguales a dos rectos, o, en la de una esfera, el que todas sus partes sean igualmente distantes del centro, y hasta con más evidencia aún; y que, por consiguiente, tan cierto es por lo menos que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.
Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo que sea Dioa, y aun lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo todo con la imaginación –que es un modo de pensar particular para las cosas materiales– que es lo que no es imaginable les parece no ser inteligible. Lo cual está bastante manifiesto en la máxima que los mismos filósofos admiten como verdadera en las escuelas, y que dice <<que nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en el sentido>>; en donde, sin embargo, es cierto que nunca han estado las ideas de Dios y del alma; y me parece que los que quieren hacer uso de su imaginación para comprender esas ideas son como los que para oir los sonidos u oler los olores quisieran emplear los ojos; y aun hay esta diferencia entre aquéllos y éstos; que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetivos que el olfato y el oído de los suyos, mientras que ni la imaginación ni los sentidos pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el entendimiento.
(Discurso del Método. IV. Trad. García Morente.)
LEIBNIZ (s. XVII)
DE LA ARMONIA PREESTABLECIDA
Obligado, pues, a aceptar que no es posible que el alma ni ninguna otra sustancia verdadera pueda recibir algo de fuera, a no ser mediante la divina omniotencia, fui poco a poco inclinándome hacia una opinión que me sorprendió, pero que parece invitable y que en realidad tiene muchas ventajas y muy vonsiderables bellezas. Y es que deberá decirque que Dios ha creado originariamente el alma o cualquiera otra unidad real de tal suerte que todo nazca en ella de su propio fondo, por perfecta espontaneidad y, sin embargo, con perfecta conformidad a las cosas de fuera (…). Y por eso sucede que, representando cada una de esas sustancias exactamente el universo entero a su manera y según cierto punto de vista, y llegando al alma las percepciones de las cosas exteriores, en el momento preciso, por virtud de las propias leyes del alma, como aparte del mundo y como si nada existiera sino Dios y ella –para servirme del modo de expresarse que usa cierta persona de grande elevación de espíritu y de muy celebrada santidad– habrá un acuerdo perfecto entre todas esas sustancias que produce los mismos efectos que se advertirían si comunicasen unas con otras por transmisión de las especies o cualidades que el mundo de los filósofos imagina (…).
Y puesto que esa naturaleza del alma es representativa del universo de un modo muy exacto, aunque más o menos distinto, resulta que la serie de las representaciones que produce el alma para sí misma responderá naturalemente a la serie de los cambios del universo; como asimismo, por otra parte, el cuerpo ha sido también acomodado al alma para las coyunturas en que ésta se concibe activa hacia afuera, lo cual es tanto más razonable cuanto que los cuerpo están hechos para los solos espíritus capaces de entrar en sociedad con Dios y celebrar su gloria. Así, pues, cuando se ve la posibilidad de esta hipótesis de las concordancias vease también que es la más razonable y que da una idea maravillosa de la armonía del universo y de la perfección de las obras de Dios (…). Hállase en mi hipótesis también una prueba nueva de la existencia de Dios, de sorprendente claridad. Pues esa perfecta concordancia de tantas sustancias que no tienen comunicación unas con otras no puede proceder sino de una causa común.
(Nuevo sistema de la Naturaleza, 14. Trad. García Morente.)
KANT (s. XVIII)
LA LEY MORAL
Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general –que debe ser el único principio de la voluntad–; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general –sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones– la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿Me es lícito, cuando me halle apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? (…). ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese fingimiento, o si por precipitación lo hicieren pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma (…).
(Fundamentación de la metafísica de las costumbres. I. Trad. García Morente.)
BALMES (s. XIX)
TEMPORALIDAD Y CONTINGENCIA
…La percepión del tiempo en nosotros viene a parar en la percepción de la no necesidad de las cosas; desde el momento en que percibimos un ser no necesario, percibimos un ser que puede dejar de ser, en cuyo caso tenemos ya idea de la sucesión o del tiempo real o posible. Aquí asalta una reflexión grave: la idea del tiempo es la idea de la contingencia; la conciencia del tiempo es la conciencia de nuestra debilidad.
La idea del tiempo es tan íntima en nuestro espíritu que sin ella no nos formaríamos idea del yo. La conciencia de la identidad del yo supone un vínculo que es imposible encontrar sin la memoria. Esta incluye por necesidad la relación del pasado y, por consiguiente, la idea del tiempo.
(Filosofía Fundamental, L. V, c. XVII.)
VAZQUEZ MELLA (s. XIX-XX)
SOBERANIA SOCIAL Y SOBERANIA POLITICA
El concepto de individuo, que tanto se repite y que sirve de centro a todo un sistema, no es otra cosa que un concepto puramente abstracto (…). Nacemos en el seno de una familia, de una clase, de una sociedad, y ni la misma forma de educación, ni la parte que llegan a constituir las costumbres en nuestro carácter, ni la lengua que hablamos, ni la enseñanza con que se cultiva nuestra inteligencia, son obra nuestra; existían antes de que nosotros viniéramos al mundo y han ido formando nuestro carácter y desarrollando nuestras facultades. Y si despojáramos al hombre concreto de esa atmósfera social en que vive y se desarrolla, y en la que después llega a actuar libremente, ¿qué es lo que queda, fuera de su naturaleza y de sus facultades no actuadas y como latentes?
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La teoría que sustento se funda en dos leyes sociales que la sociología positivista ha olvidado: una es la ley de cooperación universal, que se funda en la limitación del ser finito. Sólo el Ser Infinito se basta a sí mismo; el ser finito necesita, por su limitación, del concurso de los demás. Por eso tiene derecho a unir con ellos sus fuerzas para conservarse y perfeccionarse, y este es un derecho innato del ser humano… Por eso yo defiendo la existencia de la persona colectiva a pesar y por encima de la voluntad del Estado.
La otra ley sociológica que llamo ley de las necesidades, puede formularse así: toda institución permanente se funda en una necesidad de la naturaleza humana: la satisfacción es el fin inmediato de esa institución… Y esta ley indica que hay en la naturaleza humana necesidades que no pueden satisfacerse sin medios colectivos y que tienen un fin que no depende del Estado.
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Frente a la soberanía política señalamos la verdadera autonomía social que la limita, erizada, por decirlo así, de libertades y de derechos que empiezan en los personales, que se afirman en la familia y siguen por sus prolongaciones en la universidad, el gremio, el municipio, la región, formando una jerarquía de personas colectivas que amuralla la soberanía del Estado, contenida por esa serie escalonada de baluartes que marca alrededor de ella un círculo sagrado que no puede traspasar el poder sobernao sin convertirse en tiránico (…). La sobernaía social es, así, la jerarquía de personas colectivas, de poderes organizados, de clases, que ascienden desde la familia hasta la soberanía que se llama política concretada en el Estado, a la que deben auxiliar, pero también contener.
(Obras completas, T. VIII, pág. 150; T.X, pág. 167; T. XV, págs. 170 y siguientes.)
BERGSON (s. XX)
DURACION REAL Y TIEMPO EXTERIOR
La pura duración interior no es sino una sucesión de cambios cuantitativos que se funden, que se penetran entre sí, sin poderse señalar entre ellos límites imprecisos, sin ninguna tendencia a exteriorizarse los unos con relación a los otros, sin ningún parentesco con el número: tal es una heterogeneidad pura (…).
Cuando miro sobre el cuadrante de un reloj el movimiento de la aguja que corresponde a las oscilaciones del péndulo, no mido la duración como se cree habitualmente: me limito a contar simultaneidades, que es algo muy distinto. Fuera de mí, en el espacio, no hay nunca más que una posición determinada de la aguja y del péndulo, porque de las posiciones pasadas nada queda. Dentro de mí, en cambio, se prosigue un proceso de organización y de penetración mutua de los hechos de conciencia, que constituye la duración verdadera. Precisamente porque mi duración es tal es por lo que me represento lo que yo llamo las oscilaciones del péndulo al mismo tiempo que percibo la oscilación actual, única realidad fuera de mí. Ahora, suprimamos por un instante el yo que piensa estas oscilaciones llamadas sucesivas y nada habrá más que una sola oscilación del péndulo, una posición del mismo más exactamente: nada de duración, por consiguiente.
Suprimamos, a su vez, el péndulo y sus oscilaciones: no habrá entonces más que la duración heterogénea del yo, sin momentos exteriores unos a otros, sin relación alguna con el número (no hay unidad posible para la duración interior, que es pura heterogeneidad cualitativa, siempre distinta). Así, en nuestro yo hay una sucesión sin exterioridad recíproca, puesto que la oscilación presente es radicalmente distinta de la oscilación anterior, que no existe ya; pero ausencia de sucesión, puesto que ésta existe solamente para un espectador consciente que recuerde el pasado y yuxtaponga las dos oscilaciones o sus símbolos en un espacio auxiliar.
Ahora bien, entre esta duración sin exterioridad y esta exterioridad sin sucesión se produce una relación comparable a lo que llaman los físicos un fenómeno de endósmosis. Dado que las fases sucesivas de nuestra vida consciente, en su interpretación íntima, se corresopnden, sin embargo, con las oscilaciones del péndulo que le son simultáneas; dado, por otra parte, que estas oscilaciones son netamente distintas porque la una no existe ya cuando la otra se produce, contraemos el hábito, al relacionarlas, de establecer la misma distinción entre los momentos sucesivos de nuestra vida consciente: las oscilaciones del péndulo la descomponen, por decirlo así, en partes exteriores unas a otras: de aquí la idea errónea de una duración interna espacializada, sobre un fondo homogéneo, análoga a la sucesión exterior cuyos momentos idénticos se siguen sin penetrarse.
(Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, II.)